El mito de una fe progresiva. Por Clifford Goldstein


De acuerdo con la primera plana del Washington Post, los científicos han determinado el orden de los 34 millones de “letras” químicas que forman parte del código genético de un solo cromosoma humano.
Ahora, quizá mis caminos neutrales hayan crecido en demasía por las ramificaciones del creacionismo bíblico, pero algo como 34 millones de letras químicas en un solo cromosoma humano (para no mencionar los 1.600 millones de letras en los 46 cromosomas: ¡por célula!) no me habla acerca de ciencia o genética, sino de mitología.

Nadie, por supuesto, cree (tiempo presente) en mitos. Los antiguos egipcios no construyeron sus grandes pirámides por causa de mitos acerca de la vida después de la muerte. Ellos creían sus historias. Y millones hoy no han rechazado la creación bíblica por mitos acerca de la selección natural, la macroevolución y la supervivencia del más apto. Ellos creen sus historias.

Un mito no es algo en lo que uno cree. Llegan a ser mitos una vez que ya no se cree más en ellos. La verdad, por el otro lado, es lo que permanece incluso después de dejar de creer en ella.

Hechos como 34 millones de piezas de información en un solo cromosoma humano (y otros como este) me hacen preguntarme: ¿será la evolución muy prontamente degradada al nivel de mito (tal como lo fueron Quetzalcóatl, el mundo subterráneo egipcio y Zeus)? El físico Roger Penrose, difícilmente un creacionista bíblico, dijo que las probabilidades de que un universo ordenado como el nuestro se haya desarrollado por casualidad es de 1 en 10 a la 10 o a la 30 potencia (un número mayor que el número de partículas atómicas que se cree que existen en el universo conocido). Obviamente, entonces, los romanos tenían más razones lógicas para creer en el nacimiento de Minerva de la materia gris de Júpiter, que las que tienen nuestros contemporáneos para creer en el surgimiento de la humanidad a partir de las mutaciones y la selección natural propuestos por Darwin.

¿Y esa fábula, por ejemplo, que nos quieren hacer creer los evolucionistas con respecto al corazón humano, que late enviando sangre vivificante a los 120 billones de células del cuerpo? Recuerden, el corazón no puede trabajar más que unos pocos minutos sin que la sangre supla sus propias necesidades; cuando el flujo de sangre se detiene, lo hace el corazón. ¿Correcto? Por lo tanto, ¿cómo pudo el corazón sobrevivir a todos esos largos y fríos millones de años antes de que la sangre evolucionara en algo que pudiera mantenerlo vivo para que este pudiera bombear sangre para sí mismo?

No sólo el corazón no puede existir sin la sangre: el corazón bombea sangre a los huesos, que fabrican los glóbulos rojos, y los glóbulos rojos transportan el oxígeno que el corazón necesita para sobrevivir. La pregunta es: ¿cómo sobrevivieron los huesos todos estos millones de años antes de evolucionar finalmente en una fábrica de glóbulos rojos, cuando los mismos huesos necesitan los glóbulos rojos para existir? Los huesos no pueden existir sin los glóbulos rojos que ellos mismos fabrican. Uno necesita un mito más increíble que el nacimiento de Minerva para explicar cómo algo crea la misma cosa que necesita para existir.

Tenemos ese mito. Se llama evolución.

Sin embargo, lo más increíble con respecto a los mitos es la predisposición que tienen las personas a creerlos. Algunos cristianos exhiben una “fe progresiva” al incorporar la evolución en su, ¡ejem!, cristianismo. La historia bíblica está repleta de los frutos de esa “fe progresiva”. El antiguo Israel “progresó” más allá de Moisés y los profetas, justo hacia los mitos de Baal, Moloc, el dualismo griego (la inmortalidad del alma) y, eventualmente, hacia la adoración romana del sol. Quienes combinan el mito de la evolución con la fe de Jesús son, de hecho, nada menos que versiones del siglo XXI de los antiguos israelitas, que mezclaban la sangre de sus hijos con sus ofrendas por el pecado a Yahweh.

Todos necesitamos creer en algo. Algunos eligen la evolución como la fuente de sus 34 millones de bites de información por cromosoma; otros eligen a Jesús, quien —de acuerdo con la Biblia— creó a la humanidad en un día.

El mito mayor, sin embargo, es creer que podemos escoger a ambos.

Fuente: Revista Adventista, abril 2003, p. 8
Autor: Clifford Goldstein, autor prolífico. Editor de la Guia de estudio para adultos para la Escuela Sabática. Desde 1992 hasta 1997, fue redactor de ‘Liberty’, y 1984-1992, editor del Shabat Shalom. El tiene M.A. in Ancient Northwest Semitic Languages de la Johns Hopkins University (1992). Es autor de unos 18 libros, los más reciente son «God, Godel, and Grace» y «Graffiti in the Holy of Holies». Publicado por ojo adventista en 18:40

Una respuesta

  1. Evolución es cambio.
    El ser humano no está evolucionando sino devolucionando.
    El conociminto progresivo en toda las áreas del conocimiento humano nos hacen ver que no somos producto de la evolución sin de que alguien le dió un oden a todo- UN CREADOR.

    Me gusta

Deja un comentario